Al principio era una melodía afable y triste, llena de melancolía y recuerdo, como las endechas de un ruiseñor solitario; animóse, luego, en un crescendo vivo, en gorjeos complicados, en trinos argentinos, entrecortados con gritos de amor que contrastaban con la serenidad de la tarde, y revoloteaban por el espacio como si fueran hojas que llevara el viento. Por último volvió al tono triste del principio, lanzando una nota desgarradora que quedó flotando en la límpida atmósfera, como un suspiro de virazón:
Si yo hablase las lenguas de los hombres y de los ángeles y no tuviese caridad, sería como el metal que suena, o como la campana que tañe, ¡Nada sería!...¡Nada sería!... Si yo tuviese el don de la profecía y toda la ciencia, de tal manera que transportase los montes, y no tuviese caridad. ¡Nada sería!...¡Nada sería!... Si distribuyese todos mis bienes para el sustento de los pobres y entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tuviese caridad. ¡Nada sería!...¡Nada sería!... |
El encanto de aquella voz parecía envolver la tierra en una ola de indefinible alegría. El día parecía más claro, el cielo más azul y el aire más leve.
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